lunes, 9 de agosto de 2010

INDOLENCIA : Por Pedro Castillo

Hay pequeñas cosas que desencadenan sentimientos, reflexiones, hacen brotar preocupaciones que ya se incuban en nosotros o, incluso, nos hacen recordar otros asuntos, vinculados o no con el hecho concreto del que se trate. Algo de eso acaba de sucederme. Era una de estas tardes, calurosa en extremo, de la semana que acaba de concluir. Como es ya costumbre, el automercado no tenía encendido el sistema de aire acondicionado. La persecución de “grandes consumidores” de electricidad amedrenta a cualquiera y hace que se prefiera someter, a clientes y visitantes, al calvario del sauna obligado, en el que se han convertido esos establecimientos. Una joven, en incipiente estado de preñez, repentinamente se sintió mal. La joven hubo de sentarse en un pequeño sobrepiso, al lado de dos bultos de harina pan que allí se encontraban, su cara lívida, sus manos temblorosas, su frente sudorosa, revelaban que no la estaba pasando bien. Presurosa, su acompañante se le acercó y trató de “echarle aire”, mientras no menos de una docena de personas observaban, de cerca, sin reacción alguna, lo que ocurría.

Mi esposa y yo nos acercamos y ayudamos en lo que pudimos a reanimar a aquella joven a la que ofrecimos trasladar al Hospital Naval -la institución de salud más cercana- y, de seguidas comentamos entre nosotros: “Qué indolencia…“, es como no darse cuenta que estamos en este mundo necesitándonos los unos a los otros, que la solidaridad, el apoyo, la ayuda mutua es lo que hace más llevadera la vida de todos. Esta reflexión nos llevó, rápidamente a otros asuntos, tan vinculados a la actitud que cuestionamos como muchos otros: ¿Qué nos pasa?; ¿Qué cosa tan terrible ha pasado con nosotros que somos capaces de ver una persona en la calle víctima de un accidente, una agresión o una enfermedad y no mover un dedo para auxiliarla?; ¿Porqué hay gente que es capaz de ver a otro hasta en trance de muerte y no hacer lo necesario para que sea atendido en un hospital?. Avanzamos en nuestra reflexión y terminamos preguntándonos, también: ¿Qué cosa ha podido hacer que los mismos venezolanos que dimos al mundo lecciones de solidaridad y sentido humano, apenas hace unos años -en 1999- hayamos terminado odiándonos, agrediéndonos, matándonos, rechazándonos los unos a los otro?; ¿Qué se ha hecho de nuestro encomiado y encomiable carácter jovial y dicharachero que nos hacía tratar como hermanos hasta a los que veíamos por primera vez?.

Seguimos adentrándonos en nuestra búsqueda y no surgieron más que nuevas e igualmente inquietantes preguntas: ¿porqué quienes “gobiernan” Venezuela han convertido en una especie de deporte nacional el avasallar, menospreciar, agredir, insultar, violentar en sus más elementales derechos, a ciudadanos desamparados por quienes deben aplicar la Ley y preservar el orden institucional del país…?; ¿porqué lo permitimos y hasta lo avalamos?; ¿Por qué muchos guardan silencio frente a hechos tan graves?. ¿Cuánto hemos cambiado o cuánto hemos dejado al descubierto de nosotros mismos?; Cuanto tendremos que cambiar para volver a ser la tierra de todos que hemos de ser?

Solo una conclusión se nos asoma, por encima de tan graves preocupaciones, que si bien nos asaltan desde hace ya bastante tiempo, brotan como manantial, a la luz de un hecho fortuito, casual y tal vez banal, que nos ha revelado, de manera elocuente lo que estamos perdiendo como seres humanos: Venezuela, nuestra Venezuela habrá de recuperar su condición de pueblo unido, hermanado, solidario, respetuoso y defensor de la condición humana, o seguirá rodando por el peligroso despeñadero de la indolencia, que sólo conduce a la catástrofe a los países que se quedan sin el alma que los hace patria y nación.

Soy contrario al autoritarismo militarista que nos gobierna; soy contrario -también- a la restauración política que algunos pocos anhelan; pero lo que sí creo es que tendremos que volver a ser hermanos o pronto dejaremos de ser patria y nación para convertirnos en hacienda.

Pero hay razones para el optimismo. Tengo la seguridad de que pronto habrá una Venezuela de todos, en la que a todos nos duela lo que le pase al otro, y cuando digo al otro lo hago, por supuesto, no tomando en cuenta ninguna diferencia de carácter político, religioso, racial o social. En esa Venezuela lo único que no puede caber es la indolencia.

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